
Por: Laura Vaillard
Para acompañar estas fotos, quiero compartir un cuento que escribí inspirado en estas calles. Es la primera vez que muestro uno de mis cuentos públicamente. Espero que les guste.

Con un nudo en la garganta

Sabía que había nacido para hacer cosas grandiosas. Mi abuelo se había lucido en la bolsa de comercio. Mi padre había brillado en el centro financiero. Por lo tanto mi futuro no podía ser menos alentador.
Todas las mañanas me despertaba temprano para acomodar mi traje y asegurarme de que estuviera bien cepillado y prolijo para así conseguir la mejor posición. Quería crecer y sólo los que ocupaban los primeros puestos podían hacerlo.
Desde el ventanal de la empresa me distraía mirando a la gente pasar: sinuosas mujeres con faldas que abrazaban sus cinturas y taconeaban las veredas para llamar la atención y no pasar desapercibidas; elegantes hombres de traje, bufanda y gabardina que pedaleaban con velocidad en la carrera contra el reloj; apurados oficinistas que devoraban a cada paso la galleta que llevaban en la mano izquierda que luego intentaban bajar con un sorbo del café que ocupaba su otra mano.
Las chicas pasaban. Los clientes pasaban. Los días pasaban y yo seguía allí, firme y prolijo esperando a ser rescatado; esperando esa gran oportunidad para la que había sido concebido. Hasta que ese día finalmente llegó. Fui seleccionado para formar parte de una de las principales consultoras financieras de Londres.
Recuerdo el día que Alan abrió la puerta e ingresó para realizar la selección. Su determinación y elegancia lo convertían en una de esas personas que protagonizan cada lugar que pisan. Era un hombre joven y delgado, de estatura media. Tenía el cabello castaño y corto, peinado de costado como un buen alumno con un pequeño mechón rebelde que se escapaba para descansar justo en la mitad de la ceja derecha. Tenía una sonrisa amable y sincera que complementaba sus audaces ojos celestes.

Como toda persona inteligente observaba mucho y hablaba poco. Sabía exactamente lo que estaba buscando. Esa tarde interactuó con varios de mis compañeros, hizo un par de preguntas y siguió pacientemente con su ronda evaluativa. Justo cuando pensaba que había concluido su visita, llegó mi turno. Repitió el procedimiento, desplegó el mismo cuestionario que había articulado momento antes, y sin titubearlo, tomó la decisión en ese momento sin necesidad de meditarlo o pedir una segunda opinión. Al día siguiente ya estaba trabajando junto a él.
Aunque el viento soplaba fuerte cada mañana tratando de impedir que llegáramos a tiempo, seguíamos caminando con determinación por las calles del centro financiero. Zigzagueábamos sin pausa entre los rascacielos vidriados que se hacían lugar entre las estoicas construcciones de siglos pasados para llegar a la oficina antes de que la aguja terminara de erguirse para marcar el inicio de la jornada laboral.
Swish. Beep. Ding Ding. Silecio. Ding Ding. Los sonidos eran siempre los mismos. Una puerta de entrada para escapar el frío, la habilitación de una puerta magnética que autenticaba que podíamos ingresar, un viaje en ascensor en silencio −por la mañana, son pocas las personas que se animan a hablar−. Finalmente, el aroma a café confirmaba que habíamos llegado. Una taza, un teclado, un monitor, un celular. Muchas llamadas, mucho tecleado, muchas palabras. Reunión, reunión, reunión, reunión. Café, café, café, café. La mecánica nunca cambiaba, pero no había un día igual. Era interesante trabajar con Alan y sentía que estaba aprendiendo mucho.
Había alcanzado la posición que aspiraba, y aunque hacía poco que estaba en el puesto, sabía que mi familia estaría muy orgullosa de mí. Pero todo culminó con un trueno.
Llovía y volvíamos apurados de la tintorería. Esquivábamos los charcos, cruzábamos rápido las avenidas para escapar la lluvia. Alan tenía el ceño fruncido y caminaba inmerso en su preocupación. La tormenta lo inquietaba menos que el diluvio interior. Tal era su concentración que no divisó el relámpago que anunciaba el estruendo que lo desestabilizó. Su pie derecho patinó hacia delante, acompañada de su mano derecha que intentaba mantener el equilibrio y alejarlo del suelo. El pie izquierdo, el único sensato, se mantuvo en su lugar observando cómo la mano izquierda se alzaba en el aire a fin de proteger la ropa recién salida de la tintorería. Vuelta, vuelta. Brazadas de natación aéreo. Estabilización. Alan mostró ser un equilibrista de su falta de atención y siguió caminando sin percatarse de que me había olvidado sobre el pavimento.
Las gotas siguieron cayendo sobre mi cabeza cada vez con más fuerza y con un nudo en mi garganta vi como se alejaba mi Alan, mi compañero, mi maestro, mi dueño, mi futuro prometedor.
