Ir al supermercado suele ser una rutina a la que no podemos escapar, y solemos dejarla para el fin de semana cuando tenemos más tiempo. Los malayos tampoco pueden escapar a esta tarea, por eso todos los sábados se arman mercados en diversas partes de Kuala Lumpur, Malasia donde los locales van a hacer sus compras.

El primer mercado que visitamos era techado, con gallinas vivas atadas con un piolín verde como si fueran globos de cotillón dándonos la bienvenida, y pasillos zigzagueantes que asemejaban un laberinto atiborrados de baldes de pescado vivos, canastas de frutas y verduras frescas y bolsas de pescado seco salado que lentificaban el camino.

El lugar era caótico pero tranquilo a la vez. Cada cosa parecía tener su lugar en aquel desordenado sitio y los vendedores hacían todo con meticulosa precisión: sacaban el pescado vivo con la mano de uno de los baldes azules colocados a sus pies, y con el impulso con el que lo sacaban lo golpeaban sobre la mesa para atontarlo. Luego, mientras lo sostenían firmemente con una mano, le pegaban enérgicamente con un machete para terminar de matarlo. Después sacaban un cuchillo afilado de cuchilla cuadrada de uno de los recipientes con agua que yacían sobre la mesa y chás… fuera la cabeza. Limpiaban un poquito la sangre que derramaba el animal, le quitaban las aletas y algunas de las escamas, lo acomodaban en la parte frontal de la mesa junto a los otros pescados que seguían moviéndose a pesar de que ya no tenían cabeza, y continuaban su rutina con el resto de los peces de su balde.

Todo parecía más sucio, bullicioso y anárquico en el segundo mercado que visitamos. En este mercado al aire libre, se mezclaban los vendedores de hortalizas, con los de pescado, y este último con las señoras que vendían corpiños de encaje, un producto poco idóneo para un mercado impregnado de aromas de pescado y agua estancada.

Aquí los vendedores tenían menos cuidado con la mercadería y utilizaban el método del grito más fuerte, agudo y potente para atraer clientes a su estand. Dada la alta conglomeración de gente, estos comerciantes no vendían a las gallinas vivas, en cambio las exhibían enteras y desplumadas sobre sus mostradores.

Esta imagen de gallinas blancas y negras recién peladas, de cuellos doblados y patas duras y estiradas que parecían pedir clemencia cuando pasabas por delante permaneció tan fresca en mi mente que dificultó mi digestión del pollo al horno que mamá cocinó con amor para el almuerzo.

Ir de compras al estilo malayo fue una experiencia entrañable, pero como víctima de haber crecido en la ciudad, creo que cuando hablamos de carne, prefiero los productos envasados y procesados.

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