
Texto y Fotos: Melina Softa
Un día, durante mi intercambio en Madrid, una amiga dijo: “vamos a Marruecos”, y todas dijimos que sí sin dudarlo. Organizamos el viaje en pocos días y, finalmente, fuimos a Barajas para tomar nuestro vuelo low cost. Nos subimos al avión y nos dimos cuenta que faltaba una de las chicas. Queríamos saber qué había pasado, y era el último llamado, por lo cual ya estaban por cerrar las puertas. Nos la rebuscamos para que un hombre del avión llame a seguridad en el aeropuerto y, de alguna manera, descubrimos que ella se había ido hacia la derecha en la bifurcación de la entrada, luego del control de pasaporte, en lugar de hacia la izquierda. Se había ido a tomar un vuelo a Moscú. No sé cómo no volvieron a controlar su boleto, pero casi termina extraviada en Rusia. Nos habíamos parado todas para hablar, hacer ruido a modo de protesta, y pedir que la traigan a ese vuelo, pero nos decían que ya estaban demorados y había que cerrar las puertas. Les rogamos y, en el último segundo, un guardia la trajo; estaba en un estado de shock, no sé si por el disgusto o porque estábamos yendo, nada más y nada menos, que a África.
Al llegar al aeropuerto de Marrakech-Menara, el choque cultural fue inminente. Los carteles estaban escritos en árabe y había mujeres paseándose con turbantes. La arquitectura de aquel edificio era magnífica: consistía en una serie de rombos blancos, a través de los cuales atravesaba la luz. Nos pasó a buscar nuestro guía, un “bereber”, que significa “hombre libre”, parte de un grupo étnico procedente de África. Hoy en día están bastante mezclados con los árabes magrebíes, pero aun así conservan su cultura.
Casi un cuarenta por ciento de la población marroquí es bereber. Originalmente, eran agricultores que vivían en las montañas y en los oasis. Llevaba una túnica azul eléctrica con detalles en dorado, y recién cuando salimos del aeropuerto, se puso su turbante bereber, que se quitaba y ponía constantemente.
Camino al Alto Atlas
Nos subimos a una camionetita para comenzar nuestro viaje de carretera hacia el Alto Atlas. De a poco íbamos poniendo los pies sobre la tierra, pero nunca dejó de maravillarnos el hecho de estar allí. Atravesamos el puerto de Tizi N’Tichka, e hicimos paradas para apreciar las vistas panorámicas de los pueblos bereberes que rodean las montañas. Recorrimos distintos pueblitos, hasta que paramos a comer en un lugar que estaba suspenso de la sierra, donde había una vista muy linda.
Allí las casas son de color terracota y tienen secciones en turquesa, como la puerta, y esto hace que se camuflen con la tierra. Nuestro guía nos contó que hay una ley que no permite pintarlas de otro color, con el fin de mantener una estética e identidad típica marroquí. Otro descanso fue en un sitio donde unas mujeres hacían aceite de argán, un clásico de Marruecos. Lo usan para la cosmética, aunque también se puede comer.
Luego, continuamos nuestro camino hacia el sur, hasta desviarnos por una pista de seis kilómetros que nos llevó al pueblo fortificado de Ait Ben Haddou, en la provincia de Uarzazate. Allí está localizada su famosa Kasbah, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La alcazaba se perdía entre la tierra por su color terracota, sumado al hecho de que se estaba haciendo de noche.
Una noche en el riad
Seguimos viajando por un tiempo, hasta que paramos en un riad (casa típica marroquí, con un patio o jardín interno) para pasar la noche. Tenía una estética marroquí inconfundible, las puertas tenían mandalas y distintos adornos con colores, incluso las lámparas tenían dibujos. Para ir a comer, debíamos bajar unas escaleras y atravesar un patio donde había una fuente, hasta llegar al comedor. Los asientos parecían sillones, con muchos almohadones y telas estampadas y coloridas. Cenamos cuscús marroquí con verduras mientras nuestro bereber nos informaba sobre la cultura, economía, y política de Marruecos. El sector agrícola es el predominante en el país, aunque un gran porcentaje del PBI lo aporta el fosfato como recurso mineral, y el turismo.
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