Aunque no estuve presente en la Jornada Mundial de la Juventud, en la que el Papa Francisco  visitó Rio de Janeiro e interactuó con los jóvenes cristianos, quería compartir con ustedes una anécdota de lo que me parece un evento sumamente relevante para toda la región.

Por ese les dejo a continuación el relato Jaime Hunter quién sí lo vivió, junto con la fotos de Santiago Estévez que ilustran la historia. Espero que les guste:

Jornada Mundial de la Juventu

JMJ brasil vidasurrealistaSon las 7 de la tarde y ya es de noche. Claro, en Río de Janeiro el sol se despide a las 18 horas, así que 60 minutos más tarde la luna es la única protagonista allá arriba.

Acá abajo, más de tres millones de personas se acercan a las playas de Copacabana para celebrar junto con el Papa el camino de la pasión de Jesucristo. Jóvenes (y no tanto) cantan, gritan y ríen en el marco de la vigésimo octava Jornada Mundial de la Juventud.

Se inunda Río. La ciudad colapsa. De hecho, creo que no hay lugar en el mundo capacitado para recibir un evento de esta magnitud. Suspendidas las líneas de ónibus (así se les dice en Brasil), el metro (nuestro subte) no da abasto para trasladar a tantos pasajeros de una punta a otra de la ciudad.

Los peregrinos llegan desde los cuatro puntos del mapa, los hay de todas partes. Sería un desafío interesante para cualquier profesor de Geografía adivinar cuáles son los países correspondientes a las banderas que se abren paso por la cidade maravilhosa.

Sin dudas, una de las riquezas más grandes que se pueden atesorar a partir de una experiencia de este tipo es el enorme intercambio cultural generado. Sólo aquellos que estuvieron presentes en Río del 15 al 29 de julio pueden dar cuenta de esto y dimensionarlo como corresponde. A mí todavía me cuesta decantarlo. No alcanzan una o dos carillas para poner en palabras todo lo que sentí y viví.

El mate que va de acá para allá en manos argentinas y uruguayas fue la vedette en esta oportunidad, pero no faltó tiempo para conocer el chimarrao del sur de Brasil (parecido a nuestro mate, pero hecho con una yerba más polvorienta… El orgullo no me deja aceptar siquiera una comparación con nuestra bebida tradicional). También el aguardiente de Colombia y hasta un vodka polaco se hicieron espacio en algún que otro pasillo de intercambio cultural, a altas horas de la madrugada. No está mal, amerita la ocasión. Después de todo, son experiencias de una vez en la vida.

Es difícil, entre tanta gente y tan poco espacio, encontrar momentos de soledad. Siendo un viaje de fe, me obligo a buscarme momentos donde puede fortalecer mi espiritualidad. Sin embargo, sí hay un momento que me conecta con lo más profundo de mí mismo a lo largo de los eventos que se desarrollan día tras día en esta segunda semana santa del año –me tomo el atrevimiento de llamarla así porque, a pesar de no estar marcada con este nombre durante el año litúrgico, sí puedo asegurar que fue una semana de santidad.

Es ese hombre vestido de blanco que comienza siendo un diminuto punto a lo lejos y se va agrandando de a poquito hasta pasar, siendo un hombre hecho y derecho, a escasos metros de mi vista. Ese hombre es Jorge, de Argentina: Francisco para la Iglesia Católica y para los libros de historia, pero Jorge para Jesús que nos llama por nuestro nombre (eso me han enseñado desde chiquito). Prefiero llamarlo yo también así. Es él, o algo de él, que logra abstraerme de todo y de todos.

Es ese instante en que pasa frente a mi nariz y saluda que el tiempo se detiene y ya nada importa, se van los ruidos y la imagen se congela por fracciones de segundo. Ese momento logra conectarme con lo más profundo de mi ser: por la cabeza pasan imágenes de toda mi vida. Familiares, amigos, profesores; un torneo de fútbol ganado, un amigo perdido, mi noviazgo; haber terminado los estudios, recibir en casa nuevos hermanos y despedir en un cementerio a otros tantos seres queridos; felicidad, llanto, pruebas superadas.

Todo eso y más recorre mi mente al momento de ver a Jorge y, creo, se trasluce en mi mirada perdida, en esa lágrima de emoción que desborda y se desparrama sin haberme pedido permiso. Entonces vuelvo a tomar conciencia de dónde estoy y me obligo a hacer una pequeña oración, decretando que todo el esfuerzo realizado para viajar y estar allí ha valido la pena.

Terminada la oración, caigo en la cuenta de que soy voluntario de la JMJ (Jornada Mundial de la Juventud) y tengo que hacer de cordón por la seguridad de la gente y del Papa. Sosteniendo mi mano, otra voluntaria de unos 30 años, brasilera ella, se seca las lágrimas. Le aprieto la mano bien fuerte y le sonrío: no sabemos comunicarnos de otra forma. A cambio, me devuelve otra sonrisa. Más no puedo pedir: una sonrisa da esperanza.

Más allá de mi metro cuadrado, una multitud fanatizada por este hombre: me impresiona ver a la gente colgada en los árboles o corriendo tras un auto blanco y toda su escolta de seguridad. Le busco una explicación, pero no la encuentro. Parece de locos. No lo es.

Me imagino qué es lo que verá Bergoglio cuando se choca con tantos rostros venidos de los lugares más insólitos. ¡Tantas historias detrás de cada peregrino! ¿Podrá contemplar lo que esos 6 millones de ojos transmiten más allá de la mirada? Será por eso que frena su papamóvil tan seguido y se da un momento para saludar a ancianos, discapacitados y enfermos. Será que en esos rostros ve el de su Dios y, entonces, puede darle un significado al viaje que está realizando.

Pienso en Jorge: él ha sido el motivo por el cual tantos millones de personas se acercaron a Río estos catorce días. Es el encuentro del Papa con los jóvenes lo que desencadena esta linda locura… un Papa que no tiene oro ni plata: “traigo conmigo a lo más valioso: Jesucristo”, dijo apenas arribó a Brasil. Sin dudas, Jorge nos dejó como regalo a un Jesús que ha opacado su figura y se ha hecho protagonista principal del evento.

Llega el final del acto y entonces comienza otra aventura: la del retorno al alojamiento. Es necesaria una paciencia infinita para no enojarse. Sin embargo, el encuentro con los jóvenes es lo que hace amena la espera. Es contar y escuchar experiencias lo que va trazando nuevas historias y va forjando nuevas amistades. Es esto lo más importante que tiene la Jornada: el encuentro. Encuentro con otras personas, con otras culturas, con otras formas de pensar, decir y hacer las cosas. Es ese encuentro lo que nos baña de una humildad necesaria y nos hace entender que el mundo es mucho más grande de lo que nos imaginamos (y no sólo espacialmente).

Es una experiencia de vida, no sólo de fe, lo que se vive en una Jornada Mundial de la Juventud. No importa la edad, ni siquiera qué religión profeses. Cracovia será la sede en 2016 para vivir una experiencia que todos deberíamos hacer al menos una vez en la vida.

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