Por Fernando de Dios (Buenos Aires, Argentina)

Vamos a ser sinceros: fue todo producto del azar. Y fue espectacular. Llego a Brunei sin haberlo imaginado nunca. Y bueno, ¿quién dijo que todo se puede planear? Cuando saco mi pasaje a Tailandia, me dicen que además de hacer escala en Australia, la aerolínea tendrá una parada en Brunei Darussalam. Enseguida pregunto si la parada se puede extender y decido quedarme tres días en este diminuto sultanato en el noreste de la isla de Borneo, en el sudeste de Asia. No lo tenía planeado en un primer momento pero es una chance que no puedo rechazar. Ir a un país tan recóndito, tan desconocido, suena más que bien para mí.

Llego a Brunei un día de muchísimo calor: un día como cualquier otro. Bandar Seri Begawan, la capital de este pequeño país de 81 mil habitantes (unicamente 3 mil más que el barrio de Barracas en Buenos Aires) es un lugar que no se parece a nada de lo que conocía. Aprendo mi primera lección: los asiáticos no son todos iguales como se cree en occidente. Los brunayos, a diferencia de los chinos por ejemplo, tienen piel morena (los casi 40 grados explican todo) y sus ojos son un poco más redondos. Son una mezcla entre lo asiático y lo árabe.

Brunei es un país islámico por donde se lo mire. El sultán es el mandamás religioso de este país musulmán (en realidad es amo y señor de todo). Si el calor asfixiante te da ganas de tomar una cerveza helada, te vas a tener que conformar con un jugo de coco. Alcohol es mala palabra en Brunei y si a un brunayo se le ocurre consumir, le va a salir un poco caro: pena de muerte.

El chofer filipino del colectivo que tomo en el aeropuerto por un dólar brunayo (0,7 dólar americano) me explica que el buen tipo de cambio y situación financiera de este país hacen que muchos filipinos y malayos vengan a trabajar durante dos años, junten un poco de dinero, se vayan de vacaciones a su pais y regresen a Brunei). La riqueza del sultanato se basa en la extracción de petróleo y gas natural (están entre los primeros exportadores del mundo). Además, el Sultán compró en Australia un campo más grande que el propio territorio de Brunei. De ahí traen carne y granos pensando en las épocas de vacas flacas: el oro negro no durará para siempre.

Antes de que pueda abrir mi mochila, me encuentro en una camioneta con un finlandés albino, un irlandés, una canadiense que me cuenta que en unos meses va a ir a estudiar a Mendoza y un neocelandés. Para completar la ensalada cultural, maneja Abdul, un brunayo de inglés más que aceptable que dice hablar trece lenguas. Va por los hostels buscando turistas y los pasea, amablemente, por un puñado de dólares.

La primera parada es el Empire Hotel, de seis estrellas (no nos hospedaremos aquí, claro). Tiene playa privada, varios restaurantes, 429 habitaciones (todas decoradas con estilo diferente), vista al mar de China, laguna artificial y campo de golf. Es un palacio de mármol y luces. Una habitación se puede conseguir por un mínimo de 180 dólares, pero si de tirar la casa por la ventana se trata, hay opciones de casi mil dólares por noche.

La mezquita Omar Alí Saifuddien me hace acordar a la mezquita que está en Palermo, Capital Federal, Argentina. Se construyó en 1958 y costó unos 5 millones de dólares. Las mezquitas musulmanas no se parecen en nada a una iglesia católica o una sinagoga judía: no es una religión icónica, no hay cuadros, ni fotos, ni estatuas o bustos. Tampoco hay bancos o altares. Todo el piso está alfombrado, por lo que se debe entrar descalzo y caminar solo por donde está permitido. En el caso de los no musulmanes, debemos usar una toga negra y los horarios de visita son fuera de las horas de rezo.

Por la noche, cuando el hambre ataca, Abdul nos lleva al Mercado nocturno. En mi primer día en Asia, veo lo que había imaginado. Un mercado lleno de puesteros con comida de todo tipo, olor y color, comida viva o muerta. La consigna del lugar es comer por un dólar brunayo. Por esta suma se pueden comer cinco satay de carne o pollo con distintas salsas (una especie de brochette de origen malayo), fideos de arroz con salsa de soja o frutas totalmente extrañas como la fruta del dragón (con cascara rosa y un interior que parece helado granizado).

Es casi el fin de Ramadán y las familias se preparan para la gran celebración. Abdul se lamenta que no podamos estar allí para compartir con ellos este momento tan especial para el Islam. Cruzamos en un water-taxi a la villa acuática donde al mejor estilo Venecia del sudeste asiático viven 35 mil personas. Está todo oscuro y ya no veo chicos yendo y viniendo por las pasarelas con camisetas de fútbol de equipos europeos (Manchester United parece ser el más popular). De repente, el sonido escalofriante y aturdidor de los parlantes es lo único que se escucha. Una voz masculina recita lo que, deduzco, es el rezo del Corán. Todo se paraliza. Se acaba el rezo y el interruptor se pone en ON nuevamente. Entramos a una casa de familia, unos amigos de Abdul que nos sirven Coca Cola y algunos dátiles que ellos ni siquiera tocan.

Con mis colegas de Irlanda y Finlandia, recorremos la ciudad, mapa y botella de agua helada en mano. Después de probar el roti (un panqueque de origen indio) vamos al Royal Regalia Museum. Al entrar, nos dan una toga a cada uno y nos hacen llenar el libro de visitas. Cuando el guarda me pregunta de dónde soy, dice que no recuerda turistas argentinos allí. Revisamos el libro, y me dice que por lo menos en los cinco meses que registra el libro, no hubo ninguno. Allí se guardan algunos de los regalos que las naciones del mundo le hicieron al sultán. Desde majestuosos carruajes hasta platos decorados, pasando por sables, bustos y pinturas.

En mi último día en Brunei, acompaño a mi ya amigo Abdul a dejar a la canadiense en el aeropuerto. Le pido por favor que me lleve al Estadio Nacional (en Brunei tienen menos deporte que la revista Para Ti) y que me saque una foto. El diluvio no impide que me lleve mi recuerdo y me voy feliz al hostel. Me despido de Abdul, quien promete visitar Argentina algún día. Me saluda con la mano y una sonrisa y me agradece por visitar Brunei. ¿Y por qué no?

Datos curiosos: (Fuente World Almanac)

Capital: Bandar Seri Begawan
Situación geográfica del país: En la isla de Borneo, noroeste de Australia en el Océano Pacífico
Area: 5,770 sq. km.
Población: 372,361
Moneda: $1 = 1.64 Brunei dollars (2009)
Idiomas: Malayo, Inglés, Chino

lvaillard

Vida Surrealista de Un Viajante Sin Guía

Un comentario sobre “Brunei: En la tierra del sultán”

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