
Texto y Fotos: Melina Softa
La semana pasada leyeron la primera entrega, Madrid Como Una Local: Parte I, donde escribí sobre el enriquecimiento cultural y los amigos que hice durante mi intercambio académico. Hoy les traigo la segunda.
La ciudad. ¡Ay Madrid!
Por más de que medio año no parezca mucho, la intensidad con la que lo viví tuvo un efecto fascinante sobre mí. Madrid tiene mucho de Buenos Aires, tal vez será eso, pero siempre la sentí mía. La energía que desprende la capital española es electrizante. La Gran vía, los cafecitos (la posibilidad de disfrutar un delicioso café con leche por una moneda), el Retiro, el Rastro, Atocha, la ciudad por la noche, construyen de a poco la frase “De Madrid al Cielo”.
Desde un punto de vista más práctico, Madrid es muy cómoda para vivir. El sistema de transporte público es estupendo, hay ciudades como Toledo a menos de una hora de distancia, y está la posibilidad de hacer escapadas a la sierra y llegar en pocos minutos. Se puede hacer algo tan inimaginable como ir a África en menos de tres horas. Es un lugar ideal para recorrerlo a pie. Muchas veces caminé de una punta a la otra de Madrid y no tardé más de una hora. Cuando el frenesí de la ciudad es abrumador, siempre se puede viajar a cualquier punto de Europa por poco dinero, con las aerolíneas low cost (¡mi amiga Didi consiguió pasajes a París por siete euros!).
Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta que todas estas cositas hacen a la magia madrileña. En cada esquina descubría edificios increíbles como la Catedral de la Almudena o el Palacio de Cristal y, a veces, me encontraba con calles vacías, por donde podía andar tranquila (de hecho, de las discotecas o bares, generalmente volvía caminando sola). Las terrazas de los restaurantes, la gente comiendo paella a cualquier hora, las panorámicas de los miradores, los Cien Montaditos y sus promociones, los mercados y decoraciones navideñas en las plazas… Lo que sucede con esta ciudad es que, en su pequeñez, es inagotable. Ni siquiera en todos los meses que estuve allí pude recorrerla íntegramente.
Otra manera de vivir
Vivía en la zona de La Latina, cerca de Sol, de la Plaza Mayor, y de Antón Martín. No podía creer que tenía tantas maravillas a la vuelta de mi casa. Tenía mi propia habitación en un piso compartido, es decir, la cocina y el baño eran de uso común con otros huéspedes. En general, eran turistas que se quedaban pocos días. Cada día comía con alguien distinto. Me contaban sus historias y sobre sus viajes. Siempre me encontraba con algo nuevo; conocía gente o lugares, aquellos a los que no se llega siendo turista. De todas formas, tenía más casas que la mía, los departamentos de mis amigos (siempre estaba la disputa de quién tenía horno y quién no).
Una actividad que tomaba gran parte de mi tiempo era, por supuesto, la universidad. “Ah, cierto que tengo que estudiar”; el punto de mi intercambio, en realidad, era la educación que sólo se consigue viajando. Aun así, fue muy emocionante cursar en otro país, fue como empezar primer año de nuevo. Me llevaron por un proceso de orientación, conocí gente nueva, me organicé todo de cero. Yendo a clases en el colectivo, podía ver los edificios, y luego, en cuestión de segundos, la sierra nevada en la distancia.
Me fui formando mi propia rutina, que de repetitivo no tenía nada. Podía ser espontánea, especialmente con los viajes. Pero había momentos en los que necesitaba ir lento, porque ya estaba viviendo como una local. Así como en mi casa tengo días en los que prefiero no hacer nada, en Madrid sucedía igual. Tranquilamente, me dedicaba a hacer las compras del supermercado, a leer, a ordenar, a lavar ropa, a cocinarme para la semana, y a caminar. Es que en esta instancia ya no estaba de viaje, sino que estaba viviendo allí. En algún punto, comprendí que el sentido de urgencia de comerme una ciudad en pocas horas, no era aplicable a Madrid, porque por unos meses, la nueva ciudad fue la nueva rutina. Y ese fue el momento de máximo esplendor según mi entendimiento: cuando interpreté que la particularidad de esta experiencia estaba en vivirla, y no en viajarla fugazmente. Su belleza radicaba en la permanencia, no en lo pasajero.
La despedida
Antes de irme, llegó una amiga mía de la facultad, que iba a hacer el mismo intercambio que yo. Sentí que le pasaba la antorcha, que ahora era su turno. Le mostré la ciudad como una auténtica madrileña. Le mostré MI ciudad.
Llegó un momento en el que los días estaban contados, la adrenalina empezó a apoderarse de mí, me agarraron nervios, ansiedad, depresión, porque tenía que aceptar que era momento de decir adiós. De a poco, me fui despidiendo de mis amigos (yo fui una de las últimas en irme). El idealismo de mi viaje se iba cayendo, y comenzaba a chocar lenta y dolorosamente con mi nueva realidad. Volver a Barajas por última vez fue la certeza de que esta experiencia había concluido. Así se cerró una etapa que nunca creí que terminaría.
Reflexiones
Viviendo afuera, hay cosas que cambian para siempre. Más allá de estar obligado a ser o del Real o del Atlético, al volver, ya no ves nada igual, ni siquiera tu propia ciudad. Los motivos para emprender un viaje así pueden ser diversos, pero sustancialmente son similares. Creo que, después de todo, la mayoría busca cambiar un poco de aire, de perspectiva, soltarse de la rutina, dejarla atrás para adoptar una nueva. El viaje en sí pasa a ser un desafío, y empezás a ser testigo de un lado tuyo que probablemente no sabías que existía. Lo más increíble es cómo, al volver a tu casa, mirás todo de otra manera, como si el lugar hubiese cambiado, hasta que te das cuenta que todo está igual excepto vos.
¿Será que en Madrid tengo un hogar porque la viví con fulgor y la siento muy mía? Quizás por eso me apegué tanto a esta ciudad, porque allí me siento en casa. Sin embargo, me pregunto, si hubiese ido a otra ciudad, ¿me hubiera pasado lo mismo? Quizás no tengo sólo a Buenos Aires y a Madrid. ¿Quizás a Berlín, Singapur, o a Manila les hubiera tomado cariño asimismo? Quizás no tenga sólo una segunda casa, sino también una tercera, una cuarta…
Hay que dejarse llevar por el “a ver qué pasa”, a conocer nuevos universos, porque el mundo no se limita a tu pueblo, a tu ciudad, a tus amigos. Tu tarea es simple: observar el mundo. Te hará más tolerante. Te abrirá la mente. El dejar la zona de confort, a su vez, hace que crezcas como persona, te hacés más flexible, más perceptivo, más abierto, conocés más, sos más humilde.
Nada es más lindo y enriquecedor que viajar, y en particular de una manera tan distinta a la que habituaba. Viví interminables historias en pocos meses, y ponerles el punto final fue muy difícil. El perenne anhelo de revivir aquellos días me perseguirá constantemente, pero hay amores que, aunque breves, son perfectos por haber sido tal y como fueron, y Madrid siempre será parte de mí.
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