
Texto y Fotos: Melina Softa
La primera ciudad que conocí en mis dos semanas en Croacia fue Zadar. Elegí ir, básicamente, porque mi familia es originaria de allí. Conocí al primo de mi abuelo hace unos años en Buenos Aires, y me animé a ir a buscarlo. Fue una decisión espontánea, por lo cual no organicé nada de antemano, sino que iría, simplemente, a tocar la puerta. Esperaba que él me contactase con el resto de mi familia croata, a quienes no conozco, ni siquiera por nombre, para poder localizarlos y decirles “hola, qué tal, aunque es probable que no sepan de mi existencia, soy una de ustedes, tenemos el mismo apellido, la misma sangre, y los mismos antepasados, pero vivo en Argentina”.
Consecuentemente, fui a un hostel a preguntar si tenían una cama para mí, y la había. Le conté la historia a la chica que trabajaba ahí, quien quedó fascinada. Le pedí si podía usar su teléfono y a ella como traductora, le expliqué qué debía decir, marcó el número, pero nadie atendió. “Mejor probamos después”.
Para quienes esperan una historia de película, en donde se encuentran dos familias separadas por la guerra y las emigraciones, se funden en abrazos, comen y toman vino procurando conversar en distintos idiomas, sin entenderse sino por una mímica que pretende ser universal y, nada más y nada menos, que por la exaltación que genera el vínculo sanguíneo que comparten, hasta entonces desconocido u olvidado, van a decepcionarse. Fui a buscar a Josip, el primo de mi abuelo, a la dirección que me había pasado mi papá (José, por cierto, casi todos en mi familia paterna se llaman José, croatas o argentinos, una creatividad desmesurada), que era un convento. Allí, me dijeron que se había mudado recientemente, por tres años, a una ciudad en el sur de Croacia; me pasaron sus datos de contacto, pero me tuve que ir con las manos vacías.
Así que, ¿qué se puede hacer tras la decepción de una búsqueda fallida, de una quimera que se persiguió, pero que no pudo ser? ¡Pasear, por supuesto! No me iba a quedar sin mi pedacito de Zadar, así que preferí buscarlo desde otro lado, el de los viajes y la curiosidad. Me pareció una ciudad encantadora, quizás porque no venía con ninguna expectativa, no sabía qué iba a encontrarme, lo cual, según mi experiencia, suele jugar a su favor, y me dejo seducir más fácilmente.
Está ubicada en Dalmacia, en la costa adriática, y suele ser el punto de partida a muchas islas cercanas, como las Kornati. Caminando por el perímetro del casco histórico, me encontré con un “órgano de mar”, que hace música según los movimientos de las olas, y me quedé ahí quién sabe cuánto tiempo, simplemente escuchando. Por otro lado, su arquitectura es encantadora, con edificios y calles de piedra, iglesias como la de San Donato, que te transportan a otra época, o el frecuentado “People’s Square”, una plaza con mucha energía, músicos callejeros, y un lugar donde convergen personas de distintas nacionalidades.
Caminé también unos kilómetros por la ruta costera, pasando más de un puerto, hasta llegar a una playa desde donde se veía la ciudad histórica. Luego volví para ese lado, a otra playa menos concurrida, como lo prefiero.
Antes de conocer Croacia, esperaba playas de arena, pero, la realidad, es que sólo hay playas rocosas, con excepción de alguna que otra isla. Sin embargo, el agua es cristalina, especialmente cuando el sol está en lo alto. Los edificios blancos y de techos anaranjados que se observan en la distancia, y el mar transparente que los rodea, construyen una foto típica de esta ciudad, que permanece intacta en mí, quizás porque, después de todo, allí están mis raíces y, sin que antes lo supiera, una inherencia innegable.
Un comentario sobre “Zadar: el desencuentro con mi pasado croata”