Texto y Fotos: Melina Softa

Los últimos días de mi intercambio en Madrid (podés leer sobre esto en “Madrid Como una Local, Parte I y Parte II) transcurrieron durante la época de las fiestas. Pasé Navidad en la capital española pero, para Año Nuevo, quisimos cambiar de escenario. Después de una corta búsqueda, concluimos que el lugar más adecuado era Lisboa. Reservamos un hostel, compramos boletos de tren, y armamos las valijas. Después de diez horas de sacudidas y de contorsionismos llegamos a la capital portuguesa. En la estación nos tomamos el metro hasta nuestro hostel, en Rua de São Julião. Tenía una increíble ubicación, a dos cuadras de la Praça do Comércio. Había un árbol de Navidad en la sala común, y guirnaldas en cada ambiente del edificio. Reinaba un clima festivo y hasta las calles estaban decoradas.

Llovía en Lisboa, pero llevamos nuestros paraguas y salimos a caminar. Tomamos la Rua Augusta, mi favorita en la ciudad, y arribamos a la Plaza del Comercio atravesando el Arco Triunfal. Es de las plazas más lindas que he visto; los edificios que la bordean son amarillos y sus techos rojos, y entre ellos se entremeten las calles. Al traspasar la bruma, llegamos al Río Tajo, donde las gaviotas callejeaban en busca de presas. Estaba tan nublado que no se podía ver a lo lejos, y así y todo, tenía un gran encanto. A mi parecer, los días lluviosos suelen ser los más pintorescos.

Desde el puerto nos fuimos adentrando y llegamos a la Iglesia Santo António. Entramos a admirar su claustro y sus ruinas, y continuamos marchando. Cada captura que mis ojos hacían parecía una fotografía de un paisaje decadente y atractivo. Si la primera impresión es la que importa, la capital portuguesa me pareció hermosa. Colmada de edificios antiguos, me deleitaron los tranvías, generalmente mitad blancos, mitad amarillos, éste último, color representativo de esta ciudad. Siempre que levantaba la cabeza, veía los cables. Cada metro que recorríamos nos regalaba un goce. Las casas estaban despintadas de tal manera que sólo quedaban pedazos de colores y, en la mayoría, ya predominaba el ladrillo. Es una ciudad fundada en azulejos: los cuadros, carteles, nombres de las calles, todo estaba hecho con ese material, y había tiendas dedicadas a venderlos.

Seguíamos encontrando objetos únicos en cada esquina, como bancos, flores en macetas que pendían de las paredes y balcones, y santuarios religiosos. Las calles dan muchos giros, lo cual impide ver qué te espera al doblar, muy distinto a las calles perpendiculares que acostumbro ver en Buenos Aires. A lo lejos, por las condiciones climáticas, en lugar de ver el río, entre los techos de las casas, se avistaba una nube gris gigante que tragaba un paisaje que no pudo ser. Más tarde llegamos por casualidad a un mirador espectacular, desde donde se veía la Paróquia de São Vicente de Fora y el Panteón.

Fuimos para el barrio de Belem en tranvía. Paramos en el Mosteiro Dos Jerónimos, un edificio del siglo XVI de estilo manuelino. Su iglesia tiene seis columnas talladas por los ángeles mismos, y vigila la tumba de Luis de Camões y de Vasco da Gama. Al salir, caminamos por la fuente que está frente al monasterio, y llegamos al Padrão dos Descobrimentos, que se encuentra sobre el río, y desde allí vimos el Santuário Nacional de Cristo Rei y el Puente 25 de Abril, denominado así tras la Revolución homónima, cuya importancia fue el haber restaurado la democracia en Portugal. Partimos hacia la Torre de Belém, situada en la desembocadura del Tajo, que en su momento sirvió como método de defensa. Llama la atención la gárgola de un rinoceronte que está colocada en la fachada de la torre. Caminamos por la calle que circunvalaba el río, y nos quedamos examinando los barcos anclados, entre los que pasaban aguas vivas.

Esa noche era treinta y uno de diciembre, y aún no teníamos planes para la celebración. Al volver de Belém, los empleados del hostal nos dijeron que allí iban a armar una cena con barra libre, que potencialmente sería una fiesta. Más tarde, nos arreglamos, y bajamos a la recepción. Dispuestas a socializar, practicamos inglés con unos suecos y, luego, fuimos a la plaza donde había un escenario montado y estaban dando un show de música portuguesa.

Ya estaba por ser medianoche, todos estaban rodeando la escultura de bronce y el luminoso árbol navideño, y mirando al escenario, donde había un hombre entreteniendo al público. Estuve algunas veces en Brasil, y entendía cuando me hablaban, pero este portugués parecía más alemán que otra cosa, con una tonada más fuerte, y apenas podía descifrar una palabra. Comenzó la cuenta regresiva, y cuando llegó a cero, se escuchó al unísono un grito desaforado y, simultáneamente, comenzó un show de fuegos artificiales que duró unos veinte minutos. Nos saludamos a los gritos, entre risas y cantos, y así le dimos la bienvenida al 2014. Dicen que la manera en la que despedís el año marca cómo será el nuevo. Pues, si esto era correcto, significaría que el nuevo año me traería amistad, risas, y viajes.

 

Un comentario sobre “Despedida de Año en Lisboa: Parte I”

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